A nuestro compañero, para siempre

Te derrumbaste, tan pequeño,
porque la vida pesaba tanto.
Como un ancla en tierra,
te clavaste donde naciste,
y allí se hincó tu mano.
Tu sangre, savia buena
- pues en tu juventud
no hay más que pureza­-
se derramó para regar la huerta
y, de sus frutos maduros,
alimentar a los que se quedaron.

 El dolor no se extingue;
hoy la brisa es llanto,
el cielo es negro
y la tierra, fango.
En ella mancharemos nuestras botas
para borrar la huella mala
y creerte a nuestro lado.

 Nos asomaremos a la verja
y dejaremos de ver,
como único escenario,
las altas montañas que fueron
testigos de tu infeliz quebranto.
Ahora las zarzas rojas,
la tierra bermeja
y el camino largo
teñirán de susurros
este día aciago
que te llevó con beso eterno
y funesto abrazo.

 Fue injusta tu partida,
así pensamos los que te amamos,
que, llorando e imprecando,
golpeamos con puño cerrado
a una muerte sin sentido
y a tu sino despiadado.

 Pero vendrá el nuevo día
que borrará el recuerdo amargo
y veremos tu sonrisa
iluminar, desde lo alto,
estos oscuros pasillos,
desde donde soñaremos
el feliz momento
de besarte, abrazarte
y de estrechar de nuevo nuestras manos,
amigo, compañero, queridísimo hermano.

                                                             Carmen.